Me paso unas dos horas al día montada en los transportes públicos de la capital. En ocasiones, a últimas horas de la tarde, cuando mi cuerpo se agota por el ajetreo de la gran ciudad, cierro los ojos y descanso. Son 10 o 15 minutos, no muchos, pero los suficientes como para sentirme reconfortada. Pero en otras ocasiones me dedico a observar. Observo y pienso. Como un sociólogo inmerso en una tribu africana, analizo movimientos, reacciones, miradas, actos generalizados y otros no tanto.
El metro en muchas ocasiones se convierte en un salón de lectura. Vagones repletos de gente que, de pie o sentada, se apresura a sacar su libro, bien sea del bolso, de una mochila o de un cuidada bolsa de plástico de una tienda de ropa cara. Nada más entrar por las puertas del vagón buscan un hueco donde acomodarse, haya mucha o poca gente, y abren las páginas del libro para ensimismarse en su lectura con una rapidez que sinceramente admiro.
Yo les observo, y observo sus libros. Clásicos de la literatura y últimas novedades. Discursos de filósofos y algunas biografías. En contadas ocasiones los lectores viajeros saltan a la novela en inglés. Entonces me desconciertan porque consiguen crear en mi la duda de si son extranjeros o españoles bilingües. Y me centro en sus rasgos físicos con detenimiento.
El lector más común es de mediana edad, unos treinta o cuarenta años, con aires de clase media-baja. Pero como todas las generalizaciones, no es la única especie humana lectora que se puede encontrar. A mi me produce especial satisfacción e interés toparme con un obrero, de los de mono azul y zapatos llenos de polvo, con Oliver Twist de Dickens bajo el brazo. O admiro a la trabajadora treintañera que es capaz de cargar cada mañana con las 565 páginas de la exitosa novela de Ruiz Zafón, La Sombra del Viento.
Hace un par de semanas encontré a una especie lectora de las de colección: un niño. En una esquina, sentado en el suelo y tragado por la masa humana que devoraba el espacio, él pasaba desapercibido. Y seguramente todos nosotros también pasábamos desapercibidos para él. Leía con intensidad, centraba su mirada en cada palabra y devoraba páginas. Cuando terminaba una, sonreía levemente, como quién gana una batalla, y rápidamente pasaba a la siguiente. Estaba disfrutando, y hacía disfrutar a quién le observaba.
Nunca he contado el número de viajeros de la especie lectora, no me interesa la cantidad. A quién diga que los españoles cada vez leemos menos, no se lo negaré, pero le diré que, el club de los lectores, en éste, mi país, está formado por miembros de una exquisita calidad. Denominación de origen.
El metro en muchas ocasiones se convierte en un salón de lectura. Vagones repletos de gente que, de pie o sentada, se apresura a sacar su libro, bien sea del bolso, de una mochila o de un cuidada bolsa de plástico de una tienda de ropa cara. Nada más entrar por las puertas del vagón buscan un hueco donde acomodarse, haya mucha o poca gente, y abren las páginas del libro para ensimismarse en su lectura con una rapidez que sinceramente admiro.
Yo les observo, y observo sus libros. Clásicos de la literatura y últimas novedades. Discursos de filósofos y algunas biografías. En contadas ocasiones los lectores viajeros saltan a la novela en inglés. Entonces me desconciertan porque consiguen crear en mi la duda de si son extranjeros o españoles bilingües. Y me centro en sus rasgos físicos con detenimiento.
El lector más común es de mediana edad, unos treinta o cuarenta años, con aires de clase media-baja. Pero como todas las generalizaciones, no es la única especie humana lectora que se puede encontrar. A mi me produce especial satisfacción e interés toparme con un obrero, de los de mono azul y zapatos llenos de polvo, con Oliver Twist de Dickens bajo el brazo. O admiro a la trabajadora treintañera que es capaz de cargar cada mañana con las 565 páginas de la exitosa novela de Ruiz Zafón, La Sombra del Viento.
Hace un par de semanas encontré a una especie lectora de las de colección: un niño. En una esquina, sentado en el suelo y tragado por la masa humana que devoraba el espacio, él pasaba desapercibido. Y seguramente todos nosotros también pasábamos desapercibidos para él. Leía con intensidad, centraba su mirada en cada palabra y devoraba páginas. Cuando terminaba una, sonreía levemente, como quién gana una batalla, y rápidamente pasaba a la siguiente. Estaba disfrutando, y hacía disfrutar a quién le observaba.
Nunca he contado el número de viajeros de la especie lectora, no me interesa la cantidad. A quién diga que los españoles cada vez leemos menos, no se lo negaré, pero le diré que, el club de los lectores, en éste, mi país, está formado por miembros de una exquisita calidad. Denominación de origen.
3 comments:
Has leido "Un etnólogo en el metro" de Augé ?
¡NO! ¡Lo buscaré para leerlo!
oh, de como escribias pensaba que sì.
yo lo tengo en italiano en via macci 44. si quieres toca el tibre.
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